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megustasutopia

Mil historias vividas

La ciudad que viví en mi juventud era un avispero de personas donde todo aparentaba ser un completo caos, pero cada cual sabía hacia donde debía moverse y lo hacía con prisa y precisión, como si los pasos no se pudiesen dar en balde. En aquella época frecuentaba el transporte público por obligación, digamos que mis escasos recursos no me habían dejado ir más allá de simplemente soñar con uno de esos descapotables biplaza con asientos de cuero. Es curioso, como ahora que ya no tengo que mirar la cuenta bancaria para ver si llego a fin de mes, sigo añorando aquel continuo ir y venir en metro.

Las líneas del metro eran las venas de aquella gran ciudad que permitía que nosotros llegásemos puntualmente a nuestro sitio todas las mañanas. En horas de máximo tránsito, aquellos vagones eran un hervidero de historias no vividas. Me gustaba mirar a la gente e imaginarme su historia. En cierta ocasión, en los pasillos del metro vi a dos individuos peculiares. Eran muy morenos de piel, hablaban una lengua desconocida para mi y su apariencia no era precisamente la de aquellos que tienen cubiertas lo que Maslow llamó necesidades primarias. Tenía el aspecto de haber salido corriendo de Irak u otro país de la zona al poco de llegar las tropas salvadoras del mundo civilizado. Uno de ellos, el más bajito llevaba un acordeón colgado del cuello y caminaba altivo y con paso firme. Siempre me gustaron los músicos por lo que tienen de artistas y, es más, siempre quise ser uno de ellos. El otro era muy alto y caminaba terriblemente encorvado. Su gesto al caminar era de gran dolor, como si en cada paso se le escapase un poco de vida. Portaba a modo de maletín una especie de tablero lleno de cables y chapas metálicas. Observé aquel objeto con atención pero no pude imaginar para qué podría servir. Sin lugar a duda que aquel personaje estaba viviendo una vida confundida pues parecía sacado de alguna novela histórica. Cuando veo a alguien que sufre siempre pienso si no será una mala broma del destino lo que le hace a esa persona quizá vivir una vida que no le correspondía, una vida confundida, y por tanto soportar el dolor que injustamente le han puesto a las espaldas. Este personaje sufría con cada paso como si una terrible penitencia estuviese obligado a soportar. El pequeño músico del acordeón que había tomado la delantera, al ver el panorama se dio la vuelta, volvió hacia su compañero y le cogió aquel maletín tabla lleno de cables y chapitas. Aliviado de su peso, el jorobado pudo caminar con un poco más de agilidad aunque mantenía el dolor en su gesto. A los pocos minutos llegó el metro. La intriga por aquellos dos personajes me hizo subirme al mismo vagón que ellos no queriendo perderme aquello que prometía ser cuanto menos un curioso espectáculo. Pues bien, al poco de partir se pusieron a tocar. El pequeño con su acordeón y el encorvado se colgó del cuello aquella tabla llena de cables y chapitas metálicas, cogió una baqueta con cada mano y se puso a golpear la tabla. Milagrosamente, de aquel instrumento empezó a salir una fabulosa música. La escena era fascinante. El encorvamiento que aquel individuo tenía le facilitaba tocar el extraño instrumento pues mientras tocaba su postura no parecía forzada como al caminar. Mientras la música sonaba, aquel individuo no parecía estar sufriendo por su postura como minutos antes, es más, era como si su universo hubiese llegado al equilibrio deseado, como si su joroba estuviese puesta en su espalda a propósito.

Me gustaban los músicos y me gustaba oír sus canciones por todos los rincones del metro. Me imaginaba cómo sería su mundo y me veía tocando mi guitarra en uno de esos interminables pasillos que sirven para cambiar de una línea a otra. Tocaría unas horas antes de comer y cuando apurase el hambre me iría a comer al Retiro dando un paseo bajo el sol del mediodía. Junto el estanque me pararía una vez más a ver la obra del manzanero de mi amiga la del guiñol. Conocí a Carmen hace mucho tiempo a través de sus marionetas. Me encantaba ir a verla porque cada segundo con ella era descubrir que la vida puede esconderse en cualquier sitio, en cualquier trozo de tela. Una vez más me metería en la historia del manzanero y sería diferente al resto de los días. Al terminar la obra compartiría mi bocadillo con Carmen y charlaríamos un buen rato de lo humano pero sobre todo de lo divino.

Muchas veces me sorprendía buscando en las pupilas de algún viajero un agujerito para adivinar algún fotograma de su historia y así poder imaginar el resto. En aquella época aún sorprendía un poco ver a hombres solos con niños pequeños. Recuerdo a uno que llevaba a un bebé precioso en los brazos. Un viajero le ofreció su asiento, pero él rechazó sentarse y permaneció todo el trayecto de pie mirando a su criatura y haciéndole todo tipo de mimos y carantoñas. Yo me imaginaba siendo él con mi hijo amparado por mis brazos. Yo me había pasado la mañana trabajando en mi novela, una de esas historias de viajes fantásticos por mundos lejanos. Al mediodía habría recogido a Inés de la guardería y nos habríamos hartado de jugar, revolcarnos, cantar, dibujar historias, tirarnos de la nariz y decirnos mil palabras que el resto de los humanos no llegaría a entender jamás. Porque aquel era el lenguaje de Inés y mío, era algo nuestro, algo que nos ayudaba a estar más cerca. Y no sólo nos permitía estar cerca el uno del otro, sino que aquella comunicación con mi hija fue la base para pasar toda una vida aprendiendo de ella. Al rato iríamos a buscar a mamá al trabajo. En aquella época ella trabajaba mucho, yo pensaba que demasiado pero nunca me creí con el derecho de echárselo en cara. Años después ella se daría cuenta que todo aquello de que el trabajo dignificaba no era más que una patraña que se habían inventado unos cuantos para que la sociedad que habíamos creado funcionase bien. Tuvo suerte porque aún no se había perdido toda la niñez de Inés y la pudo vivir con mucha intensidad.

Uy, el señor y el bebé ya se han ido. Siempre me impresionaron mucho los drogadictos. Creo que cuando era niño me daban miedo, pero a medida que me hice adulto me di cuenta que no había demasiado que temer y la lástima se transformó en pena. Mirarles a los ojos y buscar sus fotogramas me llevaba a mundos que nadie desearía visitar. Me llevaba a poblados chabolistas, a las afueras de la gran ciudad, a lugares de prostitución, a solares embarrados e infectados de jeringuillas. Creo que todos somos responsables de haber creado una sociedad así, porque la droga no es más que uno de los múltiples agujeros que tiene el entramado social que nos hemos montado. Cuando alguien me dice lo estupendo que es nuestro mundo y me habla del estado del bienestar, siempre pienso en los múltiples pequeños fallos que el sistema tiene, en la droga, la pobreza, el desigual reparto de la riqueza, la soledad, el estrés, el individualismo, el materialismo, la pérdida de valores solidarios, la ruptura del vínculo familiar y un largo etcétera.

Me gustaba viajar en metro porque además de vivir otros mundos desde las pupilas de otras gentes, me permitía leer. La gente lee mucho en el metro. Muchas veces me imaginaba cómo varios viajeros de un vagón charlaban sobre un libro o sobre un escritor en particular. Me imaginaba que aquellas tertulias eran lo habitual. Lamentablemente aquello sólo pasaba en mi imaginación. Por mi parte, cada vez que tenía a alguien cerca leyendo un libro intentaba con disimulo averiguar de qué libro se trataba. Encontrar a un viajero leyendo un libro conocido supone un vínculo extraordinario. Es emocionante porque se trata de un vínculo emocional con un desconocido. Es curioso pero cuando se da esta circunstancia, es como si aquella persona dejase de ser desconocido para ser uno de los tuyos y te invadiesen unas ganas enormes de preguntarle sobre el protagonista o sobre cómo está viviendo el libro. El mismo libro es diferente para cada persona, cada cual vive su particular historia a través de las mismas páginas. Fascinante, infinitas historias en el mismo libro. Una vez leído el libro ya es una de tus historias para siempre. Recuerdo que cuando me encontraba a un viajero leyendo uno de mis libros, una de mis historias, sentía ganas de preguntarle. Una vez sí que lo hice. Era una época en que yo estaba obsesionado por las oportunidades perdidas. Las oportunidades perdidas son esas circunstancias únicas que si no se aprovechan en el momento nunca más vuelven. Yo estaba sentado y a mi lado viajaba una chica de unos quince años que estaba leyendo un libro que a me gustó mucho. Era uno de esos libros que se clasificaban en las bibliotecas como autoayuda. Yo siempre he pensado que estos libros hacen como de balanza, son libros equilibrio. Quiero decir, les dan un pequeño empujón a aquellos que se asoman al precipicio sin atreverse a saltar y, por otro lado, nos dan sosiego y excusas para la reflexión a aquellos que en su día nos lanzamos al vacío sin reparar en las consecuencias. Pocas veces se inicia una conversación en el metro con un desconocido. Ni en el metro ni en otro sitio de una gran ciudad. Supongo que es uno de los males, o de aquellos agujeros que contaba antes que tenía la sociedad. Siempre me llamó la atención la facilidad que para iniciar conversaciones con desconocidos tienen las personas mayores. Algunas veces me he planteado si será la necesidad de contar que tiene todo ser humano. Esa necesidad que con el paso del tiempo se convierte en urgencia vital. Uno se da cuenta que le quedan muchas historias por contar y que el tiempo apremia, porque las historias que no contemos en vida quedarán sin ser contadas ya que sólo nosotros las podemos contar. Aquel día yo di el paso pues no quería que aquello fuese una historia no vivida o una oportunidad perdida. Inicié una conversación con la jovencita sobre el libro que estaba leyendo. Fue una conversación breve ya que se bajó en la siguiente estación, pero aun recuerdo que me dijo que se lo habían mandado leer en clase.

Un día por la tarde vi a un hombre negro, vestido de traje y corbata que llevaba de la mano a un niño de no más de ocho años y que no hacía más que juguetear tirándose para un lado y para otro. Busqué en las pupilas de aquel niño y me encontré viviendo en un país lejano donde la gran mayoría tenía otro color de piel. Soñé que aquel país me acogía y la gente no me parecía diferente a mí, a pesar de tener otro color de piel. Todas las tardes, al volver del cole iba a casa de Pablo que vivía tres plantas más abajo y su madre nos preparaba una taza de chocolate. Su madre era una de esas señoras gordas y enormes que achuchan sin piedad a los niños. Luego bajábamos a jugar con Elías y Jorge al parque que había cerca de la parroquia. Pasábamos la tarde corriendo detrás de un balón y cuando estábamos rendidos nos encantaba tirarnos en la hierba y soñar con ser mayores. Elías quería ser aviador y para ello pensaba meterse en el ejército del aire tan pronto como pudiese. Quizá presentándose voluntario al Servicio Militar y reenganchándose posteriormente. Jorge y yo no queríamos saber nada de ejércitos. Es más, una tarde planificamos la huida del país. No estábamos dispuestos a someternos a ninguna disciplina, y mucho menos una militar. Ya teníamos nosotros bastante en casa. Nos imaginamos construyendo una balsa como lo había hecho Tom Sawyer y viajando por los mares hasta otros mundos. Allí nos haríamos comerciantes y conseguiríamos hacernos ricos. Pasados muchos años, cuando ya nadie se acordase de que teníamos una deuda con el ejército volveríamos a ver a nuestras familias y les traeríamos muchos regalos.

Pero las historias que más he vivido a través de las pupilas de otros viajeros son las historias de amor. Bueno, de amor y desamor que lamentablemente siempre vienen de la mano y vienen a ser como caras de la misma moneda. Muchas veces he pensado que el amor no debe provenir del aspecto físico, pero por más que mi razón ha intentado poner orden en estos pensamientos siempre llegan a la conclusión de que el disparador del amor, el enamoramiento, parte siempre de algo irracional que algunos llaman química, y que, en gran medida se basa más en el aspecto físico que en la razón. Tampoco estoy convencido de este razonamiento ya que, al menos el hombre, cuando se haya en este estado embriagador del enamoramiento, ve a su enamorada mucho más hermosa que como la ven el resto de los hombres. Entonces, ¿podríamos concluir entonces que el enamoramiento no es más que una disminución de nuestro sentido de la vista? Quizá no una disminución sino más bien un atrofiamiento de todos los sentidos y que en cierta medida no proviene única y exclusivamente del aspecto físico. Es algo irracionalmente hermoso en cualquier caso.

La ciudad se desperezaba muy lentamente como si de un largo letargo hubiese de salir. Igual que cualquier otro día, yo me dirigía en metro a la oficina, un metro que como siempre iba repleto de historias. Para la mayoría de los viajeros de aquel vagón no era más que un día cualquier, pero para mí aquel día sería el comienzo de una nueva vida. El vagón iba abarrotado de gente y, aunque yo me afanaba en buscar historias en las pupilas de la gente no conseguía abandonar este mundo. Dos estaciones antes que la mía apareció ella. No podría explicar con palabras lo que me llamó la atención de ella. Creo que sobre todo era su forma de mirar. Una mirada viva que destacaba sobre las miradas adormiladas del resto de viajeros. Tenía los ojos verdes y mantenía una expresión serena como ajena a las prisas de todo el mundo en aquellas horas tan tempranas. No se reía, pero tenía el gesto del que se está riendo por dentro, del que en su interior todo es calma y felicidad. No pude evitar observarla durante un largo rato intentando que no se me notase demasiado. Ella tampoco dejaba de mirarme. No con el descaro del que piensa "¿y tú que miras?" sino con la ternura del que también busca historias en tus pupilas. Aquel encuentro de pupilas no duraría más de un par minutos aunque yo vi una eternidad a su lado en los fotogramas que pasaban por sus ojos. El tren empezó a reducir la marcha al iniciar la entrada en una estación y la magia de aquel momento se rompió de repente. Intenté mantener la mirada y pedirle con la mía que no hiciese caso a nada de lo que en aquel vagón pasaba, que se quedase conmigo en aquel fabuloso mundo que nos estábamos inventando. Pero todo fue en vano porque la gente empezó a levantarse de sus asientos. Aquel preciso instante era uno de esos momentos críticos que pueden suponer una oportunidad perdida. Yo había perdido demasiadas y no estaba dispuesto a que se me pasase una vez más. La chica de los ojos verdes estaba esperando que se abriesen las puertas para abandonar el metro. No era mi estación, pero me dio igual. Me acerqué por detrás a la chica, me puse a su lado y le cogí de la mano. Curiosamente ella no apartó la suya ni se inmutó. Era como si me estuviese esperando o como si supiese lo que yo iba a hacer. Caminamos cogidos de la mano por los pasillos del metro. Yo iba asustado y pensando que aquello tenía que ser un sueño. Pero era un bonito sueño y yo me dejaba llevar. Salimos del metro y caminamos durante unos minutos sin hablar ni mirarnos hasta entrar en un parque. Era el parque del Retiro. Un parque de Madrid que en primavera se pone precioso y que cuenta con muchas zonas verdes. Caminamos por el parque hasta una zona de hierba donde nos sentamos. Permanecimos sentados sin decir nada y mirándonos el uno al otro durante un buen rato.

Fue una bonita historia. Durante un tiempo yo me creí eterno y viví intensamente para poder compartirlo con ella.

1 comentario

lunaaaaa -

Una vez que se ha sido eterno...lo seras POR SIEMPRE........Me envuelves en tus historias....Un Beso con cariño