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megustasutopia

El cojín

Aún no he conseguido reponerme de todo aquello que pasó exactamente hoy hace un año, y creo que nunca podré superarlo. Todavía hoy sigo atormentándome. Conocía a Isabel desde que éramos muy niños y siempre he estado enamorado de ella. Para mí nunca ha existido otra mujer. Ella siempre me miraba con esa carita con la que los niños miran a los locos, con esa complicidad que se desvanece con el tiempo y que finalmente se transforma en miedo. Isabel se fue del barrio justo al acabar el instituto, lejos, demasiado lejos para entender porqué. Ella se fue de repente, no se despidió. Yo intenté odiarla por dejarme así de aquella manera, pero incluso en eso fracasé. Cuanto más tiempo pasaba, sin poder verla ni siquiera de lejos, más crecía mi amor por ella. Oí comentar en el barrio que se había ido a otro país, a un sitio mucho más próspero que aquella miseria que nos había dejado la guerra. Ya han pasado 20 años desde la última vez que la vi.

Durante todo este tiempo yo he intentado amar a otras mujeres. Muchas veces. Demasiadas. Pero una y otra vez fracasaba. No sentía nada por ninguna de ellas. Me obsesionaba buscando por todos las esquinas de la ciudad mujeres que se pareciesen a Isabel. Salía de casa al caer la noche con la única ilusión de encontrar a una que me despertase la pasión que años atrás me había despertado Isabel. Me movía por los sitios más diversos de la ciudad, discotecas de moda, escuelas universitarias, casas de alterne, clubs de mala muerte. Cada vez que conocía a una chica me turbaba de emoción. Una cosa me subía por el estómago hasta la garganta. Era maravilloso, era sentirse vivo de nuevo, era como despertarse de la muerte y visitar fugazmente el mundo de las sensaciones. Pero todo aquello se desvanecía al rato. A medida que las iba conociendo e iba entrando en su mundo, aquella fantástica sensación adolescente se diluía y yo sentía cómo volvía poco a poco al mundo de los muertos. Entonces se despertaba en mi interior la rabia de la impotencia y lo que es peor, la rabia de la traición. Un sentimiento que me sacaba de mí, me hacía enloquecer. Me sentía sucio por haber intentado traicionar a la única mujer a la que había amado en mi vida. Me odiaba a mi mismo y odiaba todo lo que tenía a mi lado. También las odiaba a ellas porque pensaba que el demonio las había enviado para sustituir a Isabel. Un odio infinito secuestraba mi mente. Y entonces, sin ser consciente de lo que pasaba por mi interior, como dejándome llevar por una corriente arrolladora que me llevaba de regreso al país de los muertos, en medio de un ataque de furia enloquecedora y con la complicidad de algún oscuro callejón, todo terminaba de la misma manera.

Pero aquella noche fue diferente. Fue la noche de junio en que las hogueras de San Juan iluminan los rostros de los más osados que se atreven a pedir algo al destino. A la misma hora que todos los días, salí de mi casa empujado por la fuerza interior de la añoranza, del deseo, de la esperanza de encontrar algo de lo que había perdido muchos años atrás. Después de recorrer varios pubs de la zona universitaria, y cuando caminaba hacia un club que visitaba no menos de dos veces por semana, me encontré con una de aquellas hogueras. A pesar del calor y el humo que desprendía, estaba abarrotado de gente que se acercaba a la hoguera para alimentarla con sus deseos más profundos. Nunca creí en aquellas tonterías, pero llevaba demasiado tiempo buscando algo que no conseguía hallar.

Cerca de mí, un grupo de jovencitas escribía sus deseos en unas hojas de papel y entre risas se iban acercando una tras otra a quemar sus anhelos en la hoguera.

- ¿Serías tan amable de prestarme un trozo de papel y algo para escribir?

Le dije a una de ellas.

Ella se giró para prestarme su bolígrafo y un trozo de papel en blanco. Tan pronto vi aquella sonrisa angelical mi corazón empezó a palpitar como no lo había hecho desde que Isabel se fue. Ninguna mujer de las cientos que había conocido en aquellos años de sinrazón me había hecho sentir algo tan indescriptible. Volqué mi deseo más profundo en aquella cuartilla cuadriculada, la doble y la arrojé a la hoguera. Entonces pude observar que la hoja de papel al quemarse lanzaba unas llamas azuladas que ocultaban rostros horribles, monstruos que me gritaban sin parar cosas que no entendía y que se carcajeaban cruelmente de mi. Tuve que apartar la mirada de aquella escena porque supe que si seguía mirando la locura se apoderaría de mí nuevamente.

Volví a devolver el bolígrafo que me habían prestado y otra vez me encontré cara a cara con aquella fascinante sonrisa. Sin saber muy bien cómo empecé a hablar con aquella preciosa chiquilla. Al cabo de un rato ya estábamos ella y yo solos. Ella me hablaba de sus ilusiones, de sus pensamientos de sus anhelos sin dejar de clavar su mirada en la mía. Ya no era la emoción que había sentido al conocer a otras mujeres, eran sensaciones mucho más profundas las que se apoderaban de mí. Sensaciones que se habían ido con Isabel hacía muchos años.

Pero aquella emoción infinita pronto se tornó en locura. Yo estaba muy nervioso, porque de alguna forma empezaba a sentir algo desconocido en mi interior estaba empezando a suceder. Por mi mente pasaban pensamientos fugaces que me decían que aquella vez iba a ser diferente, que aquella chica sí que era la Isabel que yo llevaba tantos años buscando. Pensaba que al final había conseguido apartar de mi mente la rabia y la impotencia del que busca sin hallar. Pero una rabia mucho más intensa se apoderó de todos mis pensamientos. Era la rabia de la traición, una traición terriblemente más grave que la que había sentido con otras mujeres. Como si se tratase del ángel bueno que lucha en mortal combate con el ángel del demonio, la idea de que, después de tanta búsqueda había encontrado lo que siempre había anhelado, algo mucho más intenso que lo nunca había sentido por Isabel, intentaba hacerse un hueco en mi mente. Sentía enloquecer, dentro de mi la traición luchaba en terrible duelo contra el amor, el bien contra el mal.

Mi cabeza estaba a punto de reventar, aquellas ideas no hacían más que golpearme una y otra vez. Y no pude más. Todo acabó como tantas otras veces en un oscuro callejón. Una vez más, el ángel malo se salía con la suya. A su vera, el ángel bueno no había dejado de mirarla ni un solo segundo, acariciaba su angelical rostro y guiaba sus pasos hacia el país del nuevo amanecer. Yo estaba aturdido en medio de una lucha de titanes. Apenas tuve fuerzas para cogerla entre mis brazos antes de que la vida se le fuese por completo. La abrazaba con una pasión que nunca había sentido y sentía que su cuerpo inerte se me escurría. Le susurraba al oído cosas bonitas, le suplicaba que no se fuese, le decía que yo cuidaría de ella toda la vida. Pero ella se fue y yo deposité su cuerpo vacío en el suelo y recosté su cabecita en un cojín que hallé entre la basura. Se trataba de un cojín muy hermoso, de seda. Pensé que el azar lo había puesto allí, a mi lado, pero al ver cómo sonreía el ángel bueno, supe que había sido él.

Allí mismo dejaba la vida para volver de nuevo al mundo de los muertos. No ha pasado un solo día desde aquella noche de San Juan del pasado año, que no lamentase lo ocurrido. Después de aquel día supe que nunca hallaría lo que llevaba tanto tiempo buscando, que seguiría viviendo en el mundo de los muertos hasta el resto de mis días.

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