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megustasutopia

El cofre del tesoro

No había forma de sacárselo de la cabeza. Se concentraba pensando en otras cosas, intentando llevar su imaginación hacia otros mundos donde él no estuviese, a mundos donde él ni siquiera tuviese un papel secundario. Pero él siempre aparecía, siempre estaba allí. Por más que lo intentaba, por más que calculaba minuciosamente el argumento de sus pensamientos, sólo conseguía que él no fuese el protagonista principal, pero siempre aparecía en sus historias, siempre tenía un pequeño papel. Se imaginaba viajando a una ciudad desconocida, a una ciudad donde nadie la conociese. Iría al teatro, se sentaría en la terraza de un pequeño café en frente de la catedral, respiraría paz a la orilla de algún caudaloso río, anotaría muchas ideas en su libreta, leería las historias que otros hubieran contado, tocaría su clarinete e incluso sería capaz de componer algún tema. Sí, alguno de esos temas que están tan dentro, tan escondidos y tan aferrados al alma que nunca quieren salir. Pero él siempre aparecía en el lugar menos pensado. Quizá sería el conductor de un autobús urbano, o quizá un músico ambulante, o uno de esos artistas que por unas pocas monedas pintan tu rostro en carboncillo plasmando las sombras que todos tenemos en un trozo de papel, o un pintor con su caballete que embelesado intenta arrinconar la grandiosidad de la catedral en un pedazo de lienzo. Quizá él vendría paseando por la orilla del río y al cruzarse con ella sus ojos se clavarían en los de Alba con ese descaro del que, aunque la razón le ordene apartar la mirada, otra fuerza mucho más poderosa y mucho más incomprensible, le obliga a mirar fijamente. A buscar dentro, a observar a través de esas fabulosas ventanas al alma que son las pupilas.

Había conocido a David hacía apenas un mes. Apareció por casualidad, como siempre aparecen las cosas más valiosas. Fue en la biblioteca pública de su barrio. Aquel día había madrugado mucho para ganarle un poco de tiempo al aplastante calor que castigaba su ciudad, y que, como todos los días de agosto, sería insoportable durante las horas del mediodía. Sus últimos relatos no le habían dejado demasiado satisfecha y esta vez estaba dispuesta a contar una historia de esas que de verdad merecían la pena. Llevaba varias horas delante de unas cuartillas de papel anotando algunas palabras inconexas y dibujando garabatos como intentando que alguna genial idea llegase de repente y se quedase atrapada en su papel. Poco a poco fue llegando gente y la biblioteca fue cogiendo ritmo. Despacio y progresivamente la biblioteca adquiría vida, como si le costase despertarse y se fuese desperezando poco a poco. Alba ni siquiera se había dado cuenta de que él estaba sentado dos mesas más adelante. Todo ocurrió en unos pocos minutos, quizá segundos, que alteraron la paz que ella había ido a buscar a aquel sitio. Ella sintió como si alguien quisiese decirle algo, contarle un secreto o hacerle una confesión. Alba creía en los mundos fantásticos, en la magia, en las vidas paralelas, en las vidas confundidas, en las vidas no vividas y en los espíritus de los muertos. Pensó que alguno de esos espíritus le quería decir algo y se puso nerviosa. Su corazón empezó a latir con más fuerza y hasta llegó a sonrojarse pensando que las otras personas con las que compartía mesa notarían su turbación y podrían incluso escuchar a su alborotado corazón. Presentía que estaba a punto de encontrar la historia que buscaba desde hacía tiempo, esa historia que de verdad mereciese ser contada. Pasaron los segundos y se concentró esperando que aquel espíritu le contase lo que quería contarle y la dejase en paz. En aquel desasosiego sus oídos se habían negado a seguir escuchando el murmullo de la sala. Ahora sólo oía los latidos de su acelerado corazón que retumbaban una y otra vez en su cabeza. Entonces su mirada se encontró con la de él. Era una mirada penetrante y descarada. Intentó no desconcentrarse y que ninguna mirada mundana pudiese interferir en su comunicación con otros mundos y conseguir así el argumento para su tan ansiado relato. Lo intentó una y otra vez, pero no pudo. Sin saber muy bien porqué aquellas pupilas la cautivaron y no se pudo resistir. Se dejó llevar a otros mundos. Por unos segundos, que a ella le parecieron una eternidad, su alma voló de la mano del alma de aquel desconocido, surcaron las nubes ascendiendo y descendiendo sin parar de juguetear, bajaron a playas desiertas y se revolcaron en la arena, se sumergieron en la profundidad de los océanos y encontraron barcos hundidos con fabulosos tesoros. No era ella la que dirigía aquel vuelo, pero estaba feliz de que alguien le hubiese cogido de la mano y fuese su timonel. Su excitación había desaparecido, su corazón se había relajado y había dejado de oír los latidos de su corazón. Sólo oía el silencio, el silencio absoluto, el silencio de la paz verdadera.

Había perdido la noción del tiempo y hubiese deseado que aquel fascinante vuelo no terminase nunca. Pero de repente volvió a este mundo, como si de un brinco se pudiese dejar el mundo de lo fantástico y aterrizar allí en la silla en la que estaba sentada. Sobresaltada, sin querer imaginar lo que sus compañeros de mesa estarían pensando de ella y avergonzada por haber tenido un sueño demasiado bonito allí, delante de todo el mundo. Miró de nuevo a aquel chico que ahora le causaba una curiosidad infinita que se escapaba a la razón. Él la había dejado de mirar. Con su mano izquierda parecía estar escribiendo algo en un papel pero tenía los ojos cerrados y su cara apoyada en la mano derecha. Así, con los ojos cerrados parecía que respiraba la paz de otros mundos.

Al cabo de un rato, abrió los ojos y rasgó un trozo de la hoja. Se levantó de su sitio, caminó hacia Alba, le posó el trozo de papel delante de ella sin atreverse a mirarla a los ojos y salió de la sala. Ella cogió el papel y lo apretó en su puño como temiendo que aquel mensaje pudiese escaparse. Uno a uno miró a sus compañeros de mesa como queriéndoles decir "esto es mío y sólo mío". Tardó unos instantes en atreverse a leerlo y cuando lo hizo, desdobló el papel con cuidado de que el chico que tenía al lado no pudiese leer nada de lo que allí ponía. Lo leyó una y otra vez:

tu sonrisa
aprisiona mi mirada
porque apartar
los ojos no puedo

verte y no mirarte
es como encontrar
el cofre del tesoro
y no querer abrirlo

te ruego
que perdones
a mis descarados ojos
pero mi razón
no consigue controlar
a mi alocada imaginación

Luego salió de la sala y él estaba esperándola. Al rato estaban hablando sin parar, contándose sus historias como si durante toda la vida las hubiesen estado reservando el uno para el otro.

Y así, día tras día, cada cual se sentaba en el mismo sitio y a media mañana sus miradas se volvían a encontrar para volar por mundos maravillosos. Después, uno de los dos se levantaba y le dejaba un poema al otro encima de sus papeles, libros o lo que tuviese en la mesa. Era como una carrera no pactada donde el más rápido volcaba un poquito de su alma en un trocito de papel que le regalaba al otro. Al poco se encontraban fuera de la sala y se daban largos paseos por todos los rincones de la ciudad. Se contaban todas sus historias, las de este mundo y las de los mundos que cada cual frecuentaba.

Desde que conoció a David, ella vivía todo mucho más intensamente porque lo vivía para contárselo a él. A menudo se imaginaba que él la podía ver a través de una mirilla y entonces ella le sonreía y se ruborizaba. Entonces ella se movía para él, no andaba, se deslizaba como quien está seguro de sus pasos, como el que sabe que no va a tropezar, o más bien, como el que no tiene miedo a tropezar. Iba por la calle sonriendo, cruzaba los pasos de cebra mirando fijamente al cristal de los coches imaginándose que era él el que conducía y sonreía con la sonrisa de la felicidad plena. Por las mañanas se miraba al espejo y le buscaba en sus propias pupilas. Y allí estaba él. Le sonreía, le guiñaba un ojo, le lanzaba un beso o le sacaba la lengua. No dejaba de pensar en lo que él estaría haciendo, en lo que estaría pensando, y le imaginaba en las situaciones más cotidianas.

Y no era capaz de pensar en otra cosa ajena a él. Sólo deseaba estar con él y tenía un deseo incontrolable de contar, contar y contar. Sólo ansiaba volver a mirarle a los ojos y ver el fondo de su alma. Sólo deseaba pasar la vida mirando el mismo cielo que él.

3 comentarios

lunaaaaa -

Holaaaaaaaaaa....por donde andasssssss?.......se te extrañaaaaaaaaaaa.......

lunaaaaa -

"lo buscaba en sus pupilas y ahi estaba el".......Santi....me quedo embelezada en tus relatos...Un beso de Domingo

lucero -

ojalá puedan mirar el mismo cielo...